David E. Sanger
Cuando Israel y Estados Unidos unieron sus fuerzas hace 15 años para llevar a cabo el ciberataque que definió una nueva era de conflictos —un ingenioso intento de inyectar código maligno en las plantas de enriquecimiento nuclear de Irán, dejándolas fuera de control—, la operación fue revisada por abogados y legisladores a fin de minimizar el riesgo para los civiles de a pie.
Decidieron llevarla a cabo porque los equipos atacados se encontraban bajo tierra. Se aseguró al presidente Barack Obama que los efectos podrían contenerse de manera estricta. Aun así, hubo sorpresas: el código informático secreto se difundió, y otros actores modificaron el programa maligno y lo usaron contra diversos objetivos.
Ahora, el presunto sabotaje israelí de cientos o miles de buscapersonas, radios de dos vías o walkie talkies y otros dispositivos inalámbricos utilizados por Hizbulá ha llevado el turbio arte del sabotaje electrónico a nuevas y aterradoras alturas. Esta vez, los dispositivos en cuestión estaban en los bolsillos de los pantalones, en el cinturón o en la cocina. Aparatos de comunicación normales se convirtieron en granadas en miniatura.
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